miércoles, 12 de mayo de 2010

LEJOS DE TI

Solía coquetear con el pecado. Y aún más que coquetear, solía abrazarlo y porque no decirlo, también disfrutarlo. Era lo normal, lo cotidiano, lo único que había, lo que la mayoría hacían, en mayor o menor medida. Así mi vida discurría entre la obligación y el deber propios de un ciudadano de bien, y entre la licencia y la pasión de un joven de bien. Bien desde una perspectiva o desde la otra, el pecado impregnaba mi mente, mis motivaciones y mis acciones.

En esta sociedad pos-moderna, ecléctica y secular la palabra “pecado” ha llegado a trivializarse de tal modo que su significado se pierde en la inmensidad de la irresponsabilidad y negligencia humana respecto a las cosas de arriba (¿me equivoco?). Así pecado es nada o lo que tu quieras que sea (¿me equivoco?). Pecado, como mucho y despojándolo del contexto religioso, podría ser, quizás, no respetar las leyes civiles que imperan en cualquier país. Aunque, bien pensado, a eso no se lo denomina pecado, sino infringir la ley del estado (no, no me equivoco).

¿Por qué aludía a la negligencia e irresponsabilidad humana? Pues por la sencilla razón de que el hombre posmoderno y secular, aunque mora bajo los cielos, parece vivir por encima de los principios bíblicos. Es cierto que la Biblia, la palabra que viene de arriba, es utilizada en contextos políticos (la sabiduría de Salomón), artísticos (el baile de Salomé), deportivos (David vence a Goliat)… pero rara vez es aplicada en el propio contexto personal, en el sentido de vivir “de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4). Eso es una experiencia demasiado mística, rara, incluso loca, por no decir estúpida, dirán algunos. Y esto es una verdadera pena porque es precisamente en las Escrituras donde encontramos la definición fidedigna del término pecado. Sin entrar en profundas explicaciones teológicas, el pecado es definido en los siguientes términos:

1. Errar el blanco como cuando alguien no da en la diana, teniendo en cuenta que podría haberlo hecho. Es precisamente de eso de lo que Cristo nos salva, de nuestra mala puntería y de nuestra poca motivación para dar en la diana (ver Mateo 1:21).

2. “Todo lo que no proviene de fe, es pecado” (Romanos 14:23). Nuestras mejores acciones, sin Cristo, están bañadas por el egoísmo y/o por las ganas de protagonismo (ver Isaías 64:6; Jeremías 2:22; 13:23).

3. “El que sabe hacer lo bueno y no lo hace, comete pecado” (Santiago 4:17). Lo bueno es dar en el blanco, permitiendo que Cristo tense mi arco o sostenga mi pulso para que el disparo impacte en el centro de la diana.

4. “Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley [de Dios], pues el pecado es infracción de la ley [de Dios]” (1ª Juan 3:4).

Creo que la última definición engloba a todas las demás, y pruebo que la definición que aparece en la primera carta de Juan es la prueba suprema para saber que estás en el lado correcto. Jesús vivió la ley en su vida (ver Salmo 40:8), y jamás pecó, es decir, jamás transgredió la ley (ver 1ª Pedro 2:22). Respecto a los primeros cuatro mandamientos de la Ley de Dios (ver Éxodo 20:2-11), decir que él jamás tuvo dioses ajenos delante del Padre (ver Mateo 4:10), y nunca adoró a ninguna imagen, sino que promovió la adoración en espíritu y en verdad (Juan 4:23, 24), como tampoco no tomó el nombre de Dios en vano (Mateo 6:9-13), y siempre guardó y santificó el sábado (Lucas 4:16). Respecto a los restantes seis mandamientos que tienen que ver con el amor al prójimo, Jesús nunca mató ni por palabra ni por hecho a nadie (Mateo 5: 21, 22), ni robó (Mateo 22:21), ni fornicó (Mateo 5:27, 28), ni mintió (Juan 17:17), ni codició nada de nadie, ni bienes materiales, ni posiciones sociales o cargos (Juan 13:1-17).

Cuando Cristo me encontró y yo me dejé encontrar, el pecado perdió todo su atractivo y poder en mi vida (ver Efesios 2:1-5). Como dice la canción y haciendo un símil de su letra, el pecado llegó a ser esa peligrosa “baby”, la femme fatale de la que estuviste prendado. Fue Cristo quien me hizo ver la realidad de tan nefasta relación, dándome la oportunidad de realizar la más importante y trascendente elección: creer en él (ver Romanos 6:23). Cristo me hizo ver que el amor al pecado es ciego, y me ayudó a dar en el blanco de su perfecta justicia. Y desde ese entonces, el pecado y yo, con Cristo, somos como el aceite y el agua, del todo irreconciliables.
TOMADO DE CUENTAATRAS.BLOGSPOT.COM

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